[Comenzamos hoy con la publicación de un ciclo de extractos del libro "Sobre el problema de una Tradición Europea" de Adriano Romualdi. Como veremos, este autor sigue una línea en la que el núcleo de la continuidad europea se busca en su carácter indoeuropeo y su expresión a través de los tiempos, intentando extraer una serie de principios y puntos de referencia para una cierta manera de ver el mundo. Como el lector verá, no es un autor cristiano y reserva duras palabras al cristianismo de los orígenes, aunque valora y reconoce el catolicismo medieval y tradicionalista.]
Los Orígenes
Europa
y Tradición, dos fórmulas distintas que a menudo se usan juntas en los círculos
de la Derecha
[…] pero sin embargo no fácilmente conmutables una en la otra, dos nociones que
pertenecen a planos distintos –la primera de carácter histórico y geopolítico,
la segunda metahistórico y universal.
El
riesgo que entraña la aceptación de una u otra de estas dos fórmulas es, en el
primer caso, una confusa aceptación de todos los contenidos históricos que han
ocupado el espacio europeo en el curso de lso siglos; en al segundo, el de un
espiritualismo tan genérico y antihistórico que se puede incluso degradar hasta
convertirse en ingrediente de una “segunda religiosidad” con carácter antioccidental
y antiblanco.
Así,
aun reconociendo a cad uno de estos términos el valor de un punto de referencia
absoluto, queremos ensayar una síntesis cuyo significado sea la identificacion
de una “tradición europea”.
Las
dificultades inherentes a tal fórmula aparecen en cuanto se intenta darle un
contenido.
De
esta manera, no se puede ignorar que para algunos la tradición europea se
identifica con aquel racionalismo que ocupa apenas dos o tres siglos de la
milenaria historia europea y representa sólo un aspecto particular de la
aspiración a la claridad inherente a la vocación apolínea de la raza blanca.
Pero
también afirmando la ecuación cristianismo-civilización europea no se va mucho
más allá. Pues, hasta prueba contraria, el cristianismo es algo importado y,
aunque cubra los últimos mil años de una tradición europea, deja fuera uno de
los momentos más típicos, en ciertos aspectos el más ejemplar: el mundo
clásico.
Por
otra parte una identidad demasiado estrecha Europa-clasicidad podría desviarnos
si la clasicidad se entiende en un sentido del todo exterior, humanista y
racionalista.
En
realidad, si queremos pisar un terreno más sólido hemos de remontarnos aún más
–a los orígenes- para extraer, del conjunto de la historia espiritual europea,
el sentido de una “tradición europea”.
El
afloramiento de una fisionomía europea de las nieblas de la alta prehistoria
tiene lugar en el cuarto milenio a.C. Es un acontecimiento acompañado de una
elección que ya es espiritualmente significativa: el rechazo de la
“civilización de la madre” y la afirmación del Urvolk indoeuropeo como comunidad esencialmente viril y patriarcal.
El
Neolítico –la edad de la primera agricultura y las primeras aldeas, la edad en
que las familias se convierten en tribus y las tribus en pueblos- se inaugura
en el continente europeo con una penetración del elemento oriental y
mediterráneo. […] Es la llamada cultura danubiana, con su cerámica de bandas,
las toscas azadas de madera y las grandes casas colectivas. Esta cultura nos
transmite su mensaje espiritual a través de las figurillas que representan una
divinidad femenina desnuda. Es la Madre Tierra –ge
metér- la gran madre de las cosechas, que dona la fecundidad y tiene las
llaves de la vida y de la muerte. Es la diosa desnuda, cuyo reino se extiende
desde Mesopotamia a Asia Menor, a Creta, a Malta y más allá. También en toda
Europa occidental y atlántica, desde España a las islas Británicas, es
recurrente la diosa armada con un puñal. Es el ciel euroasiatico y euroafricano
de la Madre que
–a través de la raza mediterránea, en sus ramificaciones libias, ligures,
ibéricas, pelásgicas- penetra hasta el corazón del continente europeo.
De
la dominación de la Madre
permanece intacta Europa septentrional. Es la región alrededor del Báltico meridional,
el área de la haya, del tejón, del abedul, del abeto; el área del lobo, del
oso, del salmón, del castor; el territorio que la geografía lingüística
presupone para la Urheimat indoeuropea. Y también el territorio de
la raza nórdica donde –desde la mitad del cuarto milenio- los grupos locales de
cazadores y pescadores, herederos de las comunidades magdalenianas de la era
glacial, se reorganizan en una nueva cultura agrícola que permanece ajena al
mundo de los Danubianos y de la Gran Madre.
La
cultura nórdica megalítica, con las grandes tumbas de piedra que dan fe de una
sólida estructura política y gentilicia, y sus dos emanaciones –la cultura de
las ánforas globulares y de la cerámica cordada- son la matriz originaria de
las lenguas indoeuropeas y –con ellas- de una violenta transformación que se
extenderá por Europa y vastas regiones de Asia.
A partir del 2500 a.C.
toda la Europa
central, oriental y balcánica sufre las incursiones de loa pueblos del Norte.
La cultura de las ánforas globulares, la de la cerámica cordada, partiendo de
sus sedes en la llanura germánica, hacen irrupción con sus hachas-martillo en
las pacíficas comunidades de la
Madre, transformando el cuadro antropológico hasta Grecia y
Ucrania.
Es
significativo que estra irrupción se asocie con la aparición de símbolos
solares. Nace la esvástica – el ejemplar más antiguo está en una cerámica de la
cultura de las ánforas globulares hallada en Polonia- nacen la cruz con radios,
el círculo inscrito en un cuadrado, el disco punteado y el disco
radiante.
Es
toda una vasta gama simbólica que encuentra su apogeo en Troya, ciudad de
frontera entre Europa y Asia que marca el paso de las estirpes indoeuropeas en
Asia Menor. La esvástica –el primordial símbolo de la generación y la resurrección
de la luz- está asociada a la primera aparición de los pueblos indoeuropeos en
el corazón del tercer milenio, y sólo mil quinientos años después alcanzará
India y China.
En
el corazón de Anatolia, las tumbas de Alaja Huyük –que preludian los futuros
esplendores del reino hitita- nos muestran, junto a los broches con cabeza de martillo de los
bárbaros del Norte, los estandartes adornados con esvásticas y otros símbolos
solares. Uno de estos estandartes nos muestra un gran ciervo en medio de dos
toros más pequeños. Asistimos aquí a la vuelta del revés del simbolismo
telúrico, meridional, materno.
Al toro –símbolo de la ciega fuerza generadora, asociado a
la idea de fecundidad, toscamente representado junto a la Diosa Desnuda en las más
antiguas culturas agrícolas europeas- se contrapone el ciervo, el animal de los
cazadores del Norte, asociado en el Edda al simbolismo del sol y de la luz.
Es también significativo que en irlanda, cuando el elemento
céltico se encuentra con los aborígenes de estirpe ibérica, el ciervo y el toro
juegan un papel central en las sagas, allí donde las palabras oss, dag, y ag, que en la saga de Leinster indican el ciervo, en la saga del
Ulster han pasado a significar “toro”.
Detrás de este choque de símbolos, detrás de la expansión
de los pueblos del hacha de combate y la difusión de las lenguas indoeuropeas,
se cela un evento de gran importancia espiritual.
Es el principio paterno que se enfrenta con la
“civilización de la Madre”;
la virilidad olímpica contra el mito taurino y materno de la fecundidad; el ethos
de las “sociedades de los hombres” contra la promiscuidad entusiasta
del antiguo matriarcado.
El eco se expande por toda Europa donde, mil años más
tarde, las migraciones dórica y latina crearán las premisas de la visión
clásica de la vida. Pero, antes aún, los efectos de este repentino ascenso de
la estirpe nórdica, blanca e indoeuropea se advierten en los más lejanos
centros de irradiación: en los altiplanos de Persia y a las puertas de la India.
Realmente me parece genial e interesante, lástima de las erratas de redaccion
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